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Arte y meditación - marzo 2024

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Piero del Pollaiolo (Florencia 1441 - Roma 1496), Caridad, 1469-70, tempera grassa sobre tabla, 168 x 90,5 cm, Florencia, Museo de los Uffizi 

Las Virtudes: La Caridad 

Este mes, que nos conduce hacia la Pascua, examinamos la tercera de las virtudes teologales, la Caridad. Los historiadores del arte nos cuentan que ésta fue, de hecho, la primera tabla del ciclo de las virtudes pintadas por Piero del Pollaiolo y que fue presentada a los responsables del Tribunale della Mercanzia para obtener el encargo: el concurso preveía, de hecho, la ejecución de siete tablas para representar todas las virtudes, tanto las "teologales" como las "cardinales". El trabajo gustó, por lo que el pintor fue contratado para ejecutar también las demás obras.

Como la fe y la esperanza, también la caridad desciende directamente de Dios. En efecto, como nos dice San Pablo en la Primera Carta a los Corintios, “Ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad. Pero la más grande de todas es la caridad” (1 Cor 13,13). Y, como nos recuerda San Juan, "Dios es amor" (1 Juan 4,8).

Pollaiolo también representa a la Caridad como una mujer joven. Pero esta vez no está sola. Tiene un niño en el regazo, al que está amamantando: vemos su pecho, del que el niño acaba de desprenderse. Y también ella, como la Fe, lleva un "atributo" en la mano derecha: una llama, que simboliza claramente el amor de Dios o el fuego del Espíritu.

Nos llama la atención la elegancia de su vestido: la toga es de terciopelo rojo (el rojo es el color que tradicionalmente identifica esta virtud, pero recordemos también que el rojo, en su variante púrpura, es el color de los emperadores y que el rojo es el color del martirio, ejemplo supremo de caridad y amor a Cristo), el manto es un hermoso brocado dorado. Dos elementos son de gran importancia en el cuadro: la luz directa, procedente de la derecha, y los pliegues del vestido; ambos contribuyen a construir los volúmenes, a dar consistencia al cuerpo solido de la joven mujer.

Hay también otros dos elementos que a mi parecer subrayan la primacía de la Caridad sobre las demás virtudes: el hermoso trono bordeado de paramentos marmóreos que recuerdan el clasicismo romano, pero sobre todo las dos joyas que lleva encima, una corona -casi como para subrayar su supremacía con este atributo regio- y el hermoso broche que cierra el manto sobre su pecho y que está adornado en el centro con un enorme rubí, una piedra roja como rojo es el vestido y como rojo es precisamente el color que representa la virtud misma.

Por último, llama la atención el vínculo directo que se establece, en la típica representación de la Caridad como una mujer que amamanta a un niño, entre la primera de las virtudes y la maternidad -y, por tanto, la mujer-, casi como para subrayar la primacía de lo femenino cuando se trata de amor y caridad: un amor que alimenta y da vida, que alegra y hace crecer.

Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto. Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí. En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande todas es el amor. (1 Cor. 13,1-13)

(Contribución de Vito Pongolini)